Tuesday, April 26, 2011

La Celda

Silviana Riqueros



LA CELDA


A mi Padre



I


Lo único que poseo son huesos y carne, mi tedio. El susto de sentirme viva, percibiendo, padeciendo, con mis sentidos el entorno, el pálpito de que hay algo allá afuera que no puedo controlar, que me seduce.
Es difícil hablarse por primera vez, es un silencio que no se evapora en el vacío, permanece esperando la retina, la pausa.
Después de tantos años, tú, que te miras en el reflejo de ese espejo repuesto tantas veces, mantendrás mis secretos en sus sentidos como siempre supiste hacerlo, pulsando cada inhalación, cada palabra invisible, cada monólogo extraviado en el paladar.
Caminaba hace días por el puente que une las viejas casas con el gran suburbio que rodea el río; me detuve y recordé esas tardes del año 64 en que la tristeza me oprimía hasta la desesperación; claro está, que en ese entonces no sabía por qué mi garganta ahogaba un grito. Con los años he podido reconocer que es la angustia de la soledad, el abandono del hombre que amé por primera vez: mi padre.
Nunca cuando se fue. Su ropa quedó en el mismo cajón, el puesto en la mesa lo esperó cada día, y los domingos, muy raras veces, me despedía con la sonrisa pendiendo de una lágrima que nunca, nunca emergió.
Cuando volvió, ya no lo esperaba. Su presencia, su olor de hombre viejo entorpecían el silencio de tantas horas. El ideal que mantuve intacto se multiplicó con una ira ancestral: huí.
Mi padre me engendró sin saberlo; depositó su semen en el útero de una mujer dormida desde siempre. Ella aún duerme. He querido despertarla, pero su letargo es el más poderoso, el más triste sueño del mundo.
Con el hijo sujeto a su matriz, acudió a la primera cita con aquel extraño que le surcó el cuerpo. Fue en un viejo y decadente edificio del Registro Civil. No hubo fotos ni flores, sólo dos mendigos, el sentimiento y la mentira, el precio final.
Todo eso traspasaba mi memoria, mientras el agua sucia corría sin detenerse debajo de mis pies. El universo giraba bajo mi cuerpo; yo era el centro de un caos infinito, como aquel día, en que nos tocamos los cuerpos y en mis dedos quedó ese hedor a sexo que aún permanece impregnado en ellos, como una fuga, una pequeña libertad.
Éramos pequeñas; sé que a ti no te gusta recordar esos días de pechos planos, de pubis calvos en que un hombre entraba por la ventana y salíamos corriendo, descendíamos del paraíso a las faldas de mi madre. Tenía un olor tan peculiar a ropa hervida en esas grandes ollas ahumadas. Tú le temías, no comprendía por qué. Todo cambió esa tarde de enero cuando nos masturbábamos de aburridas y ella nos llevó al baño, nos lavó con agua helada para apaciguar ese hermoso fuego que nos salía del cuerpo, que lo quería cubrir todo, el techo, el piso, hasta la cara de ella cuando nos dijo que eso no era bueno.
Hoy todo está distinto. Las horas son más largas; los silencios más remotos. La vida, es una palabra extensa que se diluye en cada tramo que voy sintiendo. Temo sustraerle el sentido que no tiene, la ardua tarea del deseo, el cansancio; esa resignación que aún no llega.
Destruir lo poco y nada que nos queda en la piel, los huesos, el afán.
Porción a porción voy desencadenando mis deseos, me voy abriendo, quedando frágil, mostrándome el dolor, la ironía de una persona que espera en medio de una gran indiferencia, en el desahogo de nuestro grito.
No le temo a las manos, las voces, sino a mi interior. Esa maldita costumbre de creerme poderosa, casi perfecta; esperando, pausadamente a la primera víctima. El atuendo perfecto, la mirada pincelada de comprensión, el movimiento atento, el gesto preciso.
Antonio, un tipo elegante, preparando su seminario, la sotana en vísperas, se enredó en mis argucias. Era su santidad. El misticismo recorriéndole las venas, esa biblia que leía una y otra vez, preparaban mi sistema de alto riesgo.
Seduje y seduje, su piel efervescía pero no de amor a dios, sino pululaba su deseo por mis labios que recorrieron su completa castidad.
Tú, me mirabas desde lejos, reprochándome. Cuando lo recibiste en la puerta semidestruido te dio lástima, y prometiste no dejarme escapar otra vez. Y ahora aquí estamos los dos, mirándonos en el reflejo, tratando de perdonar; y tú, silenciosa como siempre, recibiendo mi cínico pudor.



II


Ayer me extravié por esas callejuelas de la infancia. La plaza, la estatua de cemento que aún pernocta entre los árboles, las ventanas semiabiertas, y pensé que hablarme no tenía sentido, pero es mi rostro, nuestro autorretrato lo que evito.
A tu madre siempre la recuerdo, seguramente te parecerás a ella después de tantos años. Quizás tienes ese mismo tono ingenuo, o haces el amor con el mismo movimiento leve de caderas.
Ese día experimentamos tras la ventana lo que muchos callan, ese ardor al ver la gran madre enredada entre las sábanas. Un enorme bulto que se retorcía en la cama. Nos reíamos de las voces que emergían ahogadas de tanto.
Tú me decías que era un príncipe peleando con un gran dragón de lengua roja. Lo imaginábamos con un ojo profundo y obscuro que despedía fuego. Ese día supimos que los dragones no existían, que eran sólo dos personas inmóviles, medias muertas, con los ojos fijos en el techo, rememorando quizás que nostalgias.
Sé que te pareces mucho a ella, tu mirada es vidriosa y arrepentida.
Siempre he tenido la duda si estábamos en vías de seguir nuestro curso natural y no forzar los gestos para demostrar que éramos dos seres de los buenos, inéditos, audaces y vírgenes: esa obtusa tradición.
La virginidad era lo más importante. Esa manchita de sangre estremecería aún más el amor de él. La bicicleta era el terror de las abuelas. No pegarse en los genitales. No podía ser un falo de metal descolorido, quien tuviera el honor de seducirnos la primera vez. Pero, la sensualidad puede más que todo. Es lo extraño del deseo que surge desde el fondo de nuestra existencia.
Quisiera entrar en el lado obscuro, en lo que siempre ocultaste, como cuando te orinabas en la cama y dejabas los restos de tu debilidad humanoide en el fondo del closet.
Es el pasado que da sentido al presente. El pasado es lo único que existe. Me veo como quiero verme, la número diez, de una larga fila de mujeres púberes, atemorizadas frente al gran altar. Los velos rozando unos con otros, las piernas. El sacerdote esperando mi primer pecado: mentir. Como decirle que yo era buena. Nada de qué arrepentirme. Cuando salí de la iglesia era el peso de la falsa costumbre, el dogma heredado que incomodaba mi felicidad. Parecía una novia; los rizos, los guantes blancos.
Yo amaba a Pablo desde pequeña, era tan hermoso; me detuve frente a su casa para que me raptara, elevara mi falda blanca sobre sus piernas como lo imaginé tantas veces. Al mes siguiente nos besamos. Después no quise verlo más: huí. No sabía que estaba huyendo de mi misma. Nunca lo supe, culpaba al otro, a la figura insignificante que me servía de referente para amarme aún más.
Siempre me he sentido el centro del mundo. Todo elemento debía girar entorno a la desposeída. Llenar esos vacíos, actualizar la realidad, sobrevivir como la magnánima reina de ases, controlando el juego, la seducción.
Mi madre nunca tuvo conciencia de sí misma. Aún no la tiene; sale por ahí derramando amargura, regalándola, cediendo su lugar a todas las mujeres que, como ella, jamás se asumieron; hembras reprimidas, perversas, perras en celo, retozando en el pozo obscuro y profundo, que les brinda la humedad necesaria.
¿Recuerdas esa noche de sana diversión en que nos fuimos por las calles tocando timbres, escondiéndonos de las figuras somnolientas que aparecían tras los umbrales, y nosotras reímos hasta que llegamos a casa?
En la entrada había una “figura somnolienta” que apretó mis brazos, abrió mis piernas para oler el semen de algún supuesto galán. Esa era mi madre; en su mente estaba la imagen reprimida, en la imaginación de mi pobre madre no estaban los timbres, sino mil penes eyaculando sobre mi sexo, apretado, escondido entre mis manos que finalmente cedieron al control.
Los días posteriores nació en mi la venganza; y como por azar o, porque ya era tiempo, entregué mi inútil virginidad.
Era un hombre grande, un semipadre para mis diecisiete años. Me entregó toda su nostalgia. Parecía un sátiro seduciendo a la damisela ingenua, asustada de sentir ese trozo ajeno a su piel; un bulto entre medio de sus piernas, y yo estaba ahí, abierta para la noche, sintiendo el vaho de las bestias dormidas, jadeantes, a ratos incestuosas.

Ismael, sé que el arrepentimiento no existe, tampoco la lealtad. Es tan difícil mantener oculta la fantasía, desposeerse de lo único que realmente es nuestro: el amor a nosotros mismos.
Tú me diste el dolor, la nostalgia de tu ingenuidad, las avenencias que no son fortuitas, pero demasiado tardías. Buscabas la juventud; sigues quizás deseando como antes, pero tu rostro ya no es. Imagino tu cuerpo fláccido, masturbándote como un adolescente, tocando tu carne con las manos casi en reposo.

Nunca pensé en la vejez. He aprendido a tolerar, soportar mi tedio frente al espejo. Tantos años mirándome la cara y aún no estoy cansada.
¡Cuánto te comprendo ahora Ismael! No supe descifrar el significado oculto que me deparaba la vida.
Hoy, a veces, ayer, recorro las calles atorada por los remordimientos, la tristeza de la juventud, la solitaria vejez, la leve posibilidad de renacer.

Los hombres deberíamos ser, como esas grandes bestias que abandonan sus mutilados miembros sobre los huesos de sus antepasados. En ese lugar quisiera se encontraran nuestras médulas.
Te prometo que así será; te voy a entregar lo que he perdido, lo verdaderamente mío, mi mentira: mi verdad.

III


El silencio pasa veloz, sólo interrumpido por las pisadas de un gato, un aullido, el lamento de la noche que se esboza en las sombras desvirtuadas por la tenue luz de un farol.
Lenta, derrumbo esta pausa que inunda la obscuridad.
Todo sucede como si nada, mirando el espejo que ya no refleja la sonrisa, o el espasmo.
Siento el peso de mi introvertida humanidad, miserable, tan difícilmente humana, seducida por la ira, el orgullo.
Es la puerta, su sonido que altera aún más mi inquietud, es un sonido lerdo como mi voz que se pierde en las paredes deshojadas como árboles milenarios; viejas caras, viejos hombres parados en el rincón esperando la partida; y mi abuela aún esparce su perfume por las baldosas ennegrecidas, pisadas por tantos, ahora por mis pies.
Detengo mi vista sobre tus ojos que me contemplan desde el ayer, desde el rincón donde siempre nos escondíamos para observar; desafiar el poder de lo inalcanzable; cuerpos grandes, desnudos, piernas tensas soportando los besos, el olor de la orina retenida.
Ahora comprendo por qué nunca lo conocí, y conociéndolo sin saber, no lo sentí. El quiso brindarle el placer de abrirse, de ser el primero. Percibió la justicia, la ética animaloide para hacerlo. Ella tenía quince años, su padre fue su primer hombre. Todo el don de la tribu en su poder, mientras las hembras recelosas danzaban alrededor.
El mito y la verdad, la magia y el conocimiento se fundieron en ella.

Era el símbolo de la tribu, el celo ancestral: Madre.


Poseerla era su dogma, tener su creatura entre la lengua era la razón; amarse un poco más en el otro, ver su mirada en la de ella.
Esa noche, la primera, dividió mi destino; y aquí me hallo recordando, tratando de reprobar mi invalidez, la condena del odio, de mi sangre maldita que me transforma, me convierte en un ser ultrajado desde antes de nacer, asintiendo sin saber, mi casta pervertida.
Nunca una palabra, una lágrima reiterando la verdad. Mi abuelo, el padre de mi madre, su primer hombre.
En mi madre se cerró el ciclo, se rompió el secreto nostálgico de los tres años.
Así Padre: se anudó en mi gruta el deseo de que tú me tomaras y me hicieras tuya. Aún te busco, te espero en todos los hombres que no son más que tu reflejo.


Crecí sin ética, moral. Irrumpió en mí la rebeldía del incesto, los ojos que eran los mismos del pasado.
El origen me absorbió complaciente. La espera, la incauta y amarga espera. El hijo en el vientre esperando redimir el cuerpo.
Me entristecía cada vez más, olvidaba el perdón, el mito, lo inexplicable, y me vengaba en ella, en ti, en ellos.
Los dioses tienen la razón; desde su eternidad emancipan los tratados, las mentiras, los usos de los hombres. Ellos se han despojado de sus aberraciones, las han lanzado sobre nosotros. Zeus ama y seduce a su hija; mortal condenada, mortal castrada por el don de la clarividencia.
Si el amor mueve a los hombres, a mí, me estremece el odio.
Ese ha sido mi destino, redimir a mi madre, a mí misma, a la sangre que corrompe, a todos mis ancestros que me reflejan sus tristes caras desde el espejo.
Los perros ladran aún. Sus roncas voces son lo único real; mantenida por ellos no me esfumo en la penumbra, por eso los justifico, por esos perros que existen, no me fundo en el reflejo, no oprimo la mano contra ese rostro, la pesada lengua, los incontables años de quieta espera.



IV


Te sientes amada y eso te importa. Entregar una mejilla, un dedo. Eres así, imperfecta, condenada.
Dios es hombre, su hijo es hombre, son todos los hombres del mundo; y ahí te quedas, perpetua.
Los espasmos son sólo síntomas de tu asfixia. Qué importa el lenguaje, los perros, tu burda mueca, si tú estás ahí, en medio del caos.

El caos es tu salvación. Así lo aprendiste desde pequeña cuando mezclabas tu fantasía y te quedabas horas en el balcón pensando quizás qué, soportando tu reducido sentido de percibir el entorno.
Los desperdicios de tu madre, las medias claras, brillantes, ésas que se usan con portaligas, te daban la respuesta. Horas sentada frente al sol, fundida en el encantamiento de tus piernas flectadas.
Te contemplas abúlica en ese espejo suponiendo destrucciones.
Tú siempre lo supiste.
La infamia era tu condena.
Recuerda cuando perdida deambulabas por las calles de ese barrio húmedo, el estadio atestado de intrusos y tú limpiabas los autos para tener 100 escudos, y te ibas a la feria a comprar anillos, o cuando ponías esos discos romanticotes que te hacían imaginar una libertad, un sueño, mientras la viejita de la pieza contigua gemía inalcanzable, o esa caja de fósforos que un día encontraste llena de poses; un Kamasutra de barrio tirado como por azar en el patio que te sirvió de refugio, hablando con los postes del parrón, mimando caballeros altos, flacos, secretos hombres que suplían tu soledad, enajenaban tus oídos de las espumosas babas de esa vieja que no moría nunca; mamá te esperaba con los brazos extendidos para reanimar tu culpa, y así pasaste estaciones soportando.
Debes estar quieta, sin presentimientos, ser un paso, una silueta desmembrada, lejana en el ciclo, no queriendo ser la otra, la misma cándida expulsada.
Es el impulso que te hace delirar. Tú posees la ley, yo, el desamparo, la quietud de saber que nunca emergeré desde el reflejo.
¡No más bocas cerradas!, eres tú la que debes entregar el secreto, romper el mito, reducir la magia al conocimiento. Mis ojos seguirán atentos sobre ti aunque la función haya terminado; las marionetas a veces reposan en silencio, la turbia sensación del deseo.
Te miro desde acá, incondicional amiga de homosexuales que te buscan, que alimentas en ellos tu extraña utopía. Es que ellos no te desean, es que no son hombres o mujeres, como ese día que te acostaste al lado de tu madre y la tocaste entera y la deseaste. No podías enamorarte más de ella porque era mujer, además tu madre; pero cuantas veces quisiste tocarla, hacerle el amor para que su vacío se llenara con las enzimas de tu sucia boca, y cómo te excitabas al sentir sus muslos, sus pechos; esa sed insaciable que tu padre jamás absorbió.
Tú creíste que podrías, y ella por ingenuidad, dejó que tus manos recorrieran su cuerpo, y te amó. Querías confortarla, sabías que anhelaba, pero no tus manos, tus sucios besos.
Ahí estás hablándome de ensueño absurdo, un gato inaparente, un aroma que ya no existe. Tu huida, tu eterna huida, tu insoportable y pasmosa demencia de creerte esa imagen, esas pupilas que lo arrastran todo hasta el límite, hasta convertirte en lo que eres, yo misma, tu madre, tu hija, hembra sedienta creyéndote la película de ser la protagonista amada; mentirosa.
Yo existo porque tu existes, mirándote en ese espejo repuesto tantas veces, contemplando esas baldosas ennegrecidas que esperan tu partida.



V


Anoche tuve un sueño; dos naipes invertidos, dos hombres mutilados. Hermafroditas en busca de sus caras.
La clarividente estiraba sus largas manos sobre las mías, tibias, deseando llenar ese leve espacio dejado por los dedos. Su pelo descendía como tul sobre los hombros. Yo la miraba, contemplaba su cuerpo, su boca. Ella sonreía, articulaba movimientos que me hicieron temer. Sentí que la deseaba, mi flujo delató la sequedad de mis paredes, áridas, constreñidas por el susto de sentirme viva.
Mis dedos húmedos como sus manos, buscaron.
Los símbolos devinieron unos tras otros en mi mente inconclusa; dedos, falos, bocas cerradas, labios vírgenes, fotos rescatadas desde mi niñez.
Recordé el deseo por mi madre. Ahora no era igual; sólo una clarividente que engendraba fantasías, regalaba ilusiones; no un cuerpo expelido por el útero apretado.
Mi madre hasta hoy está arrepentida de su triste elongación.
No volveré a mis orígenes.
He buscado una respuesta, pero las fuerzas rebeldes confunden mi ruta; me extravío en la maldición, en sentir a este hombre que existe a mi lado.
Hoy no duermo.
Es un cuerpo de marfil, adusto, semiagónico que devuelve a grandes pausas el aire. Ambos respiramos el mismo aire pesado que me oprime.
Su calor bordeando mis piernas, su languidez por la mañana, su acostumbrada erección.
Un día nos amamos. Jamás me sedujo.
Era un gran hombre de cera que estaba sobre mí, jadeando, exprimiéndose, mientras yo, con la mirada fija en el rincón escapaba del ultraje.
Siempre he sido ultrajada; mi cuerpo mero instrumento, está aquí, ahora, en el ayer, acortando distancias, preparando la fuga.
Es un cuerpo vulnerable el mío, débil, lleno de sudores y líquidos ácidos como el hombre que duerme a mi lado.
Me pregunto por qué no dejo a los muertos donde deben estar y exhalo, sin pudor, en algún parque pisando hojas, escondiéndome entre los arbustos, mirándolos como se besan, cómo extienden sus piernas y sus brazos; esa mujer que cubre su rostro con un velo, mientras él, le promete que siempre la amará en la destrucción después de cada ultraje, y subo mis faldas, toco mi sexo, y siento ese pequeño placer sobre mi vulva, imaginando que soy los dos.
La cara de ella aparece en el rincón de la pieza, en mi gruta, en el instante que mis manos se entregan a mi feo cuerpo anudado sobre sí mismo.
El sueña. En mi necesidad de control lo abrazo para ser una vez más ultrajada.
Ambas sabemos el fin, me das la señal, bebo agua tibia, me miro al espejo, deambulo por los pasillos. Apenas amanece, esperando que la pesadilla termine.
Tomar un secreto y contármelo a mí misma, los míos, absurdos dones que nos legaron.
Cansada de mi virginidad fui ultrajada en un baño.
Nada pertenece a nada. El cielo protege a los inocentes. Mis exigencias de perfección me impiden ver la hostilidad que derrumba, mientras sigo, ahora, de pie, mirando fijo por la ventana, y recuerdo el día, la mantequilla, el gesto mecánico, los temibles fantasmas que merodean mi espacio.
Lo odio. No quiero sus palabras tensas al oído, no quiero ese hilo de saliva que une nuestras bocas después.
Ella me sigue mirando con los naipes en la mano, y desde el ensueño, me muestra la hoz. Seré castrada, bendita, asexuada. Podré nacer de nuevo, intentar la resurrección.
Ella redimirá a mi padre, ídolo universal sobre el estante pulcramente ordenado.
Ella con su rutina diaria me devolverá el cuerpo flectado y poseeré a mi madre sin la culpa del incesto.
La figura de marfil, plácido su cuerpo sobre la cama revuelta. El no sabe. Nunca lo sabrá. Es mi ansiedad que debo controlar, el pudor de percibir que existe otra lógica, otras vías, refugios, inexorables condenas.



VI


Es la hora – dije -, dudé por un momento y luego me levanté lentamente. En vez de caminar hacia la puerta, retrocedí. Me sentí incómoda, sonreí, recordé el sueño, la pesadilla, mi rostro.
Supuse disciplinas bien conocidas en que lo real se invoca sistemáticamente. No resultó.
La niña actúa, recorre sin detenerse en las calles; secretos rostros y ventanas, mujeres sudorosas lavándose las manos, niños sentados en las aceras, esperando.
Entré oculta al centro que contenía el desahogo, la furia, el deseo apiñado sobre las bocas; homosexuales, lesbianas. Hombres y mujeres que también buscaban, gastados, tristes de tanto reprobar la realidad, imaginando que son otros, niños dejados en orfanatos, mesas de quirófanos, largas, frías mesas preparadas para los restos que antes lucían invencibles, con la mirada alta y envanecida y, de pronto, está ahí el cuerpo tirado en su miseria, en su fragilidad.
Inversamente la sensación se fue apoderando. Sentí lejanas las horas, su rostro se esfumó con la rapidez de mi huida. La niña libre, se dejaba llevar por el instante; la reinclusión surtía efecto, sometida a un régimen que no se detienen las palabras, los sellos, los perdones.
Entre el humo y las voces, recordé ese día en que la sangre irrumpió por mis piernas a grandes borbotones, húmedos trozos que caían coagulados. Pesadas gotas sobre el hule puesto con esmero, mientras las santas salvadoras recogían mis vómitos verdes, mis quejidos que se esparcían por las paredes blancas, mis pupilas perdidas en sus verdes delantales, y mi grandeza reducida a un semblante pálido, oliendo a sangre seca, parida esa noche desde mi obscuridad; mientras tú desde lejos, reprochabas mi vientre que estuvo preparado para contener ese hijo que ahora era un líquido viscoso, expelido desde mi útero como un torrente, y yo, recordaba mis manos acariciando su sexo caído después de la bendita destrucción. Quería poseerlo, sentir su líquido fluyendo dentro de mis paredes, subiendo el sabor ácido dentro de mi boca, y cómo él se estremecía galopando entre mis nalgas, en ese sudor que resbalaba por su frente, caía sobre mi espalda, entre mis pechos.
Quién era él, nunca lo supe. Un torso desnudo en aquella habitación, que es un vago presentimiento; un extraño placer que me hace apretar los labios hasta convertirlos en un nudo seco, excitado, repelido por el recuerdo de mi propia miseria.
Los homosexuales se miran lacónicos, aburridos de sí mismos, esperando encontrar el cuerpo de otro; dedos rígidos, ojos reflejando el miembro con pesadas cargas, con el pudor de lo intocable, deseándose, mirando de soslayo el joven modelo recortado minuciosamente.
Ellos buscan rostros sin nombre, dulces tragos de un licor amarillo, espeso, tibio.
Siempre he querido saber qué transformación sufre la realidad con el pene erecto, que transformación convertirá los objetos en deseables formas.
Entre ellos estaba yo, respirando el moho, buscando un rostro con amor.
En la representación de mi propia existencia, me encontré contemplando una figura de loza de finas piernas contorneadas, de las que no se abren. Estaba frente a ella con el simple gesto que me condenaba.
Era uno de ellos.
Entre las sillas vacías las mujeres se estremecían unas con otras, unían sus pechos, sus lenguas, y eso me excitaba. Mujeres solas en medio del bullicio, muertas figuras resentidas, clarividentes de largas manos.
Yo miraba, siempre observando, identificaba ciertas partes de sus cuerpos. Poseía mi nostalgia, mi amor profano, sin límites, buscando amar el relejo en un vidrio opaco.
Nunca he podido reconciliarme. Es mi tedio, son los días que pasan lentos y pesados, es esta difícil etapa de resurrección que trata de alcanzar el equilibrio efímero que a ratos me conforta.
Trato de renovar la imagen aprehendida con una identidad falsa que se me escapa, que fluye con el cansancio de soportarme, tus confesiones día a día.
Maldito hombre, te siento a mi lado, apareces entre sombras transformando mi silencio; tú el reproductor, que me destruyes con tus falsos valores asumidos desde mi culpa, desde mi insólita amnesia.
Condeno el supremo placer de la perversidad, y gusto tus dulces, agrios besos, ensimismada en este bar anhelando no regresar, mientras la clarividente me toca los espacios, produciendo un efecto sutil, un vano control de mi cuerpo.
Mi pensamiento se detiene por breves instantes. Siento el dolor; un foco de luz encandila mis pupilas y me olvido quién soy.
VII


La música grata a mi oído se esparce por los muebles, que ya viejos, reflejan la decadencia del imperio.
Nada importa, el retrato sobre la pared es sólo un pretexto para el recuerdo. Siempre hay algo que recordar; una miseria, la sonrisa, o quizás una época. La vida no tiene rumbo sin los rostros que penden ahora del muro gastado, deshecho como una vértebra en medio del desierto.
Mi madre nunca quiso hablar; adiviné en sus ojos, en cada uno de sus movimientos las emociones dolorosas que se reflejaban en el entumecimiento de su cuerpo. Nunca un hombre, fantasmas, muñecos de cera apiñados en el fondo de la galería.
La rutina, la eterna y diaria rutina: el padre ausente.
Supongo que ella pensaba en la lealtad, mientras él, lejano miraba desde la pared. Tan rígido su rostro al lado del retrato de mi abuela. Mi abuela, la santa ramera, ídolo totémico adorado después de muerta.
Los hombres entraban disimulando el deseo, mientras lacios que se erectarían entre la furia de las miradas y el deseo de los cuerpos.
Los rediles ordenados, perfumados, impregnados con un olor a semen añejo y seco.
Mi madre debajo del camastro de bronce olía la humedad que desbordaba de las bocas y los órganos excitados. Ella no sabía, hasta ahora no sabe, y yo, desde ayer, percibo en su mirada el sonido del bronce, de la puerta entreabierta como por casualidad.
Los pies blancos, sucios, reproducían el rostro de los extraños que peinaban sus dóciles cabelleras enfrente del espejo, sobre las baldosas ennegrecidas.
Mi abuela, la gran madre clarividente, se rodeaba de humanas formas, hombres, hijas frustradas. Necesitaba amparar esos seres melancólicos, fríos como sus manos que recibían con tanto candor al nuevo invitado.
Cuando camino por la calle dándome cuenta del movimiento de mi cuerpo, de mis pies sobre el camino, la gente pasando, sus posturas, siento que un mundo extraño me rodea y recurro al pasado, a las fotos, los vestidos de mi abuela, las manos de mi madre, sus grandes senos y, me pregunto cómo esos montículos, los míos, una vez amamantaron.
Siento que voy apretando mis labios hasta que mi boca sangra y me contemplan desde lejos, murmurando.
La madre de mi madre; yo, he pasado en los lechos tarareando viejas canciones de amor.
- Son el pasado – digo; mi cuerpo no sabe nada de palabrerías, historias, refugios. No tiene aspiraciones filosóficas, y como por no sé qué, toco mi sexo empujando mi mano hacia el vacío y descubro cuán fácil es para mí pensar que no estoy haciendo nada, cuando estoy haciendo de mi mano el amor de la desesperanza, la cínica alegría de sentir en mis dedos el flujo expelido, el calor reciclado en mi sangre.
Es la vida que arremete furiosa en mi carne y me siento joven, muy joven, y salgo a la calle con el rostro erguido como si hubiese sido amada, y no quiero tocar ni ser tocada; mis labios permanecen cálidos, sin palabras o pensamientos que deformen la máscara que tanto me ha costado construir.
Nadie sabe, sólo tú y yo, la clarividente, mi abuela; yo, desde el pasado.
Sé que él me espera, y llegaré cansada como siempre, hablando de los peligros; y tú le servirás el té que hace horas debería haber sido servido, y le dices dulces palabras de amor, mientras yo me voy desgranando en pedazos, tirada sobre la cama esperando ya no importa qué.
Es la costumbre, el tedio aprendido, la crema reductora sobre la mesita del dormitorio.
- Tengo miedo, estoy culpando a mi madre. No me gusta este entumecimiento -. Me someto a lo que es, y allí quedan mis sensaciones, hasta que él reposa en mi pecho.
Estamos controlando nuestros cuerpos para que no nos encontremos con el asombro de que somos dos reptiles en medio de una cama, en medio del tiempo que se detiene cada vez que siento su calor sudoroso cerca de mis nalgas.
Hubo un tiempo en que estaba dispuesta como cadáver a ser transportada en la urna del silencio; pero mi rebeldía puede más, y tomo el frasco salvador para seguir avanzando con ese hombre apegado a mi piel, que no es más que un cuerpo extraño reposando a mi lado con la felicidad de una bestia dormida.
- No necesitas darme un informe – dice él, mientras me desvisto y contemplo mi cuerpo frente al espejo.
- La mayor parte de mi pensamiento es basura – respondo, y él con la conformidad de los muertos observa lo que sucede a través del espejo sin preguntar, sin mirarme a los ojos porque teme al dolor, los saltos del abdomen, las preguntas sin respuestas.
La sensación es someterse a lo que es. Yo deambulo por la noche buscando ser la otra. Aburrida de mi propio ultraje me pierdo entre las sábanas para desaparecer.
Es mi padre, me pregunto a veces, y sostengo un diálogo mudo, eterno, vengándome de él en cada figura que no me parece.
- Mantén el contacto – me repito hasta cerrar los ojos y decaer lentamente en la nostalgia de lo que no fue; y con la ilusión de una memoria muerta descanso sobre mis anhelos que no son más que nada, una catedral, en medio de una urbe olvidada.



VIII


Su silueta se descompone en mis pupilas. Es la nada o la figura pálida que se presenta ante mis ojos.
Mi padre era así, lejano ausente. Llevaba su revólver en el costado. Cuando nos visitaba el arma reluciente era dejada sobre la licorera como un mero instrumento, un adorno más.
Los silenciosos almuerzos dominicales en que toda la formalidad irrumpía en ese pequeño universo, el patio, sus postes, la tierra seca, mis pies descalzos sobre la loza fría, me asustaba.
Un golpe, luego otro, el grito de mi madre, la puerta cerrada. Mi padre se había ido. Ya no quedaba rastro de su voz, o el sagrado objeto que tenía su lugar sobre la licorera. Así lo aprendí a amar.
Nunca quise ser pequeña. Lo sabía todo. Andar por las calles, libre, entrar en las iglesias, oler las flores en el altar, acercarme a su santidad, sentir los pasos en la oscuridad del templo.
Cuantas veces no supuse a través del cristal, fantasías, piedras, tacos. La imaginación me llevó a lejanos paisajes que un día existirían.
Mi primera menstruación, símbolo de libertad, la niñez lejana, y la condena de la maternidad.
Una tarde sentada en el balcón, mis piernas abiertas, colgando; mi cara entre los barrotes metálicos, contemplaba atenta el alboroto de la casa de enfrente. Sabía que algo extraño ocurría.
Era la muerte.
El gran padre de familia yacía con su panza abultada sobre la cama revuelta. Miré cada uno de los rostros que entraban murmurando con la esperanza en los gestos; luego la salida, los mismos rostros descompuestos, atiborrados de dolor. Eso me complacía. El féretro sacado apenas por la puerta angosta. El olor, las coronas, la cara del muerto, el vidrio empañado, la viuda tan gorda y seca como él, lloraba.
Me gustó la muerte, aprendí a amarla como a mi padre. Era algo inusual, quebraba la rutina de mis tardes sobre el balcón.
Al mes siguiente el padre de mi mejor amiga ingería insecticida en el baño, se retorcía como un gusano sobre el piso, despedía espuma por la boca como perro. Estar vivo, esa era su tabia. Seducir las horas de agonía hasta no soportar el latido de su corazón.
Supe que el hombre podía alterar el curso de la divinidad. Sus designios no son eternos, inmodificables.
Cuando murió mi abuela no me dí cuenta. Mi madre se ausentó por tres dias; llegó vestida de negro. Imaginé a mi abuela en el cajón. Recordé ese olor a orina fuerte que emanaba desde su vejiga. Tantos hombres, pensé.
Sus hijas aún la veneran. Todos los años le ponen flores a la muerta que reposa junto a los huesos de sus amantes, los padres de mis tías, mis abuelos.

¿ Cuál es mi origen, madre ?

Mi abuela surtía un efecto mágico sobre las personas, tomaba la baraja lentamente, leía una y otra vez las cartas. Con la mano entre su sexo hablaba de lejanas pesadillas, futuras glorias, amor.

¿ Amor ?

Mi madre la odiaba como yo la odio a ella. Por eso lloró tanto el día de su muerte. Se aferró a su cuerpo pidiendo perdón. Su rencor clamaba olvido, pero ya todo estaba olvidado.
Tú no sabes nada de esto, te suprime pensarlo, atisbar el recuerdo en tu memoria, pero la historia se repite, yo me vengo de mi padre en ellos, tú te vengas de tu madre en mí.
Sigo mirando, ahora hablando, como si nada; la figura pálida frunce el ceño y anota. Signos de exclamación, interrogación, símbolos y palabras que no dicen nada. La verdad ya está dicha.
Pongo mi mano sobre el espejo para cubrir mi cara absurda que me mira invertida, llorosa, y todas las palabras que han aparecido se esfuman en mi cabeza. ¿Cuántas palabras han recorrido mi cabeza?; no sé.
Frente al espejo soy un ser transitorio, irreal; en mis ojos está la madre de mi madre, sus hijos.
Cada momento se transforma en un infierno. Mi conciencia, mi imagen latiendo ahí, derrumbando la vida, y con ira, rompo el espejo; de mis manos brota sangre. (Hasta las diosas sangran. La reina rompió su reflejo. Es ella ahora, y la realidad).
De vuelta en el tiempo, siento una mano sobre mi hombro. Es una mano tan familiar, tan desconocida. Es él, una vez más.
- No amo – le digo, y me mira los pies sin alzar la vista.
- Es cierto – replica.
- Me siento incomoda frente a mis ojos -; lo observo desde cerca, cuidadosamente, en el despliegue de sus manos percibo lo que viene y cierro mis párpados. Es la continuidad de la fatalidad y la mentira.
- Ven hagamos el amor -. Eso necesitas, ser penetrada, violada. Libera con gritos el placer, la angustia, la sed que te oprime.


IX


Mi hijo, tu hijo, abre sus reducidos brazos en busca de la santa madre lacerada por las astillas del espejo.
Siento dentro de mi cuerpo un dolor ancestral. Me voy deformando lentamente. Ya no contemplo mi cuerpo. No estoy preparada.
¡Madre! ¡Madre!, me dice, hoy es tu aniversario. Lo miro, preparo la mesa, cenamos juntos.
Me siento comprometida al mundo. Cavar un hoyo, oler la humedad de las raíces, desaparecer.
El circuito es breve, puedo suponer que soy la otra. La buena dulce madre arrepentida que todo lo comprende, pero mantengo secretamente mi cabeza desconectada del mundo, mientras su mano pequeña busca calor, respuestas.
Pienso luego, esto entorpece, el mantel sobre la mesa, las sábanas almidonadas, el burdo encaje del vestido maternal.
Y te cedí el paso. Me hiciste crear la gran mentira. Noches de ultraje, más hijos, vientres deformes.
Los vi crecer, desde el ayer rompí, el ciclo, seduje a la bestia que siempre estuvo atenta para beber la sangre de los otros. Antropófaga.
Mi cuerpo vacío retorna al mito, la nave que lo llevará. Desembarcaré en tierras desconocidas que no prometen nada.
¿Qué sentido tiene vivir en el pasado? Debo perderme, percibir abierta el mundo que me succiona los miembros, me alza como un remolino hacia la nostalgia del amor, lo que pudo ser. Una casa cerrada, un día. Silencio.
El daguerrotipo señala el paso del tiempo en mi rostro. La crucifixión, la lealtad, el ansia de creer, de buscar quizás en una figura de yeso tan triste como yo, una respuesta, como ellos, que tiran sus ropas al suelo, posan sus cuerpos sobre la losa, se arrastran con los pies helados, pidiendo. Quisiera ser uno de ellos. Beber agua bendita, como un ovillo retorcer mi cuerpo dentro de la fuente que todo lo purifica.
Temo a los dioses. Me han regalado el don de la clarividencia.

Abuela: eres tú desde la finitud, desde el infierno, éste, que me exhalas entre tus benditos labios.


Mi vientre crece. Siento un ser que se retuerce dentro de mi carne. Mira por mis ojos, respira por mis venas. No sabe quién lo lleva dentro de ese laberinto de órganos y corrientes.
Mis duros pechos esperan la succión.
No quiero ser succionada, penetrada, imagen idílica velando el sueño de las sombras del futuro. Sé que irán marcando sus huellas en callejones sin salida.
Siento dolor, cansancio en mi pelvis.
No soy la otra.
Duermen. Sus pequeñas cabezas no saben. Cómo no mentirles. Los santos no existen. Habrá soledad.
Como de costumbre taparé sus torsos y les hablaré a través del espejo.
Mi hija también me desea.
A los pies de mi padre, hincada como si sólo mis rodillas pudieran alcanzar la plenitud, reposo.
No hay un gesto de mesura, el acostumbrado silencio, nada que decir, palabras muertas. Un extraño idioma fluye entre nosotros.
En el pasado, mis rodillas, sus pupilas dilatadas, sus grandes manos; mi sed, el agua bajando lenta, sus pausas derramadas en mis dientes. Profana.
El tuvo todas las mujeres (ninguna). Mi padre era uno de esos hombres que fabrican mundos; poseída la presa escapaba del compromiso. Odiaba a su madre. Todas las mujeres eran ella, gordas, altas mujeres pestilentes en los días de menstruación. Murió solo. Nadie tapó su rostro después del amanecer.
No tengo raíces, sólo el vuelo de los pájaros, los golpes que nunca entendí, la mano áspera sobre mi menudo cuerpo, escondida debajo de la cama como un ratón asustado, diluyéndose los cartílagos. Luego, el escape, la calle, la fuga dentro del círculo, la nave llevándome por aguas desconocidas, barcos sucios, puertos tan húmedos, locos girando en ronda, la sangría esperada, el purgante eficaz.
Su cuerpo sobre la silla, los pies descalzos. En su rostro la complacencia de la paternidad. Contempla mi cuerpo deformado, abultado, mi feo cuerpo. Yo me cubro.
- Te amo – dice, mientras toca la falsa membrana.
- Serás padre de todos – contesto. Y aquí estoy, un momento, luego otro, la costumbre. La santa adorada, veladora de fiebres, pestes negras, heces que se impregnan en los dedos.

A veces duermo al lado de ellos: Madre.

Ya es tarde, la noche en su obsesión de cubrir las formas escapa del día. Escondida como yo, queda atrapada en un rincón, y yo la invoco para ser parte de ella.
Me dijeron que la vida era otra. No recuerdo quién. Nada creí, nada creo, ni en el llanto o la falsa mirada de la estatuilla de mármol sobre el estante.
Pujé y pujé, mi carne se abrió para la vida para la muerte.


X


Detengo mi vista y no veo nada; imágenes virtuales que cubren mi cara, pétalos ilusorios, una cinta de terciopelo bordeando mi frente, una polilla que gira y gira alrededor de la ampolleta, creyendo que es el sol.
Antes, no había nada.



XI


Aquí estoy, ¿no escuchas? Te estoy llamando. ¿No sientes? ¿Dónde estás? ¿Qué ves? ¿Nada?
Una mujer llorando, tirando sus ropas, mordiéndose las papilas.
¿Y las estrellas? ¿No las ves? ¿No oyes? Aquí te espero, en mi rectángulo, pero no llegas; mis dedos aprietan el auricular, tu mano, mi propio sudor, el frío entra por las ranuras.
Y, ¿los niños, cómo están?
Durmiendo. Un perro olfatea mis ropas. Es el olor a comida que permanece. No importa, nadie sabe, sólo los perros.
¿Y la polilla?
Murió. Ayer la vi desintegrada al borde de la lámpara. Lloré.
¿Y la polilla?
La enterré, se está pudriendo en la tierra.
¿Aló, qué sientes?
Miedo.
¿Tapaste a los niños?, se pueden resfriar.


XII


Mi decadencia, mi muerte es inevitable. A veces, cuando las voces no me hablan, siento latir mi corazón con la fuerza de la última vez. Hoy sucederá – me digo -; pero la realidad es demasiado grande y me absorbe, me hundo en su mandíbula que aprieta mi fragilidad, y despido un líquido verde por los ojos creyendo que me estoy muriendo, pero no es así.
Arrodillada frente al espejo le pregunto a los dioses qué hago día a día en las calles, las paredes.
Azoto mi cabeza contra el muro. No duele.
Extraños mundos veos. Seres invertidos que aparentemente no conozco. Me saludan, estiran sus brazos, desaparecen.
Te miré, pero tú no me miraste. Estabas al otro lado. Percibí tu reposo, el duelo de tu angustia, tu vacío girando como carrusel de magras figuras.
Te hablé, pero no me escuchaste, bajaste la cabeza, seguiste tu camino.
Nada parecía. La sensación tampoco pudo. Y ahí nos quedamos, parados, uno frente al otro, graves figuras condenadas.
Cuando me tocaste, temblé. Tu corazón latía dentro del mío. Era un corazón expulsando; agitada la garganta, dedos temerosos.
Sentí tu calor, el peso de tu boca, mi pelvis atrapando tu erección.
Después no hubo nada. Dos cuerpos tirados, con los ojos vidriosos, mirando el techo, el punto que se esparce en las pupilas como lo único real, Tú y yo, desnudos, sin tocarnos, aspirando el olor seco de nuestros cuerpos reflejados en el vidrio; dos extraños soportando la penumbra, el frío de la tarde.
Temblaste dentro de mí como una gota imaginaria. Nunca tocaste mi centro.
Yo quería escuchar. Hubo una pausa eterna, tú y yo mirándonos en la calle, las luces quebrándonos; la fuga.
Palpo mi vientre, mis dedos extendidos, recorren. Mi ombligo vacío se llena de mi propio calor y pienso que es tu mano la que me toca, que rozas con tus labios mis pechos, que me lavas los pies, mientras cubro tu rostro con mi mano para que no sientas vergüenza de ver tu cara en la mía.
Apagas la luz. No quieres ver el deseo. Te ocultas en la tupida red que nos separa; sólo gimes sobre mi lengua, en mi nariz.
- No te veo: ¿quién eres?
- Un hombre sin rostro, una masa anudada que se diluye en la oscuridad.
- Estoy sola. Te quedaste en medio de la noche. Huiste. Nada me ha quedado, un fantasma, un ser irreal que existe en sí mismo. No te veo. He perdido la luz. ¿Estás aún ahí?
Con mis rodillas flectadas siento en mis labios el frío que entra por la ranura del marco. Tu espalda toca mis pies; el silencio se apodera de nosotros.
Envuelta en mi ansiedad toco mi cabeza. Aún no duele. El muro no denuncia, sólo el eco de la arremetida zumba en mis oídos.
Día a día he abierto mis ojos para morir un poco. Sola yo, la noche, el silencio, la voracidad de mi bestia que me acaricia y me dejo ser. Me someto al ritual de prepararme para ser nuevamente la otra, la que siempre he sido, sin horas, hombres, hijos; un feto tirado al espacio, enrollado en su autodestrucción.
Palpo mi rostro, lo oprimo, siento la energía fluir, la muerte que espero, el cuerpo en su miseria.
El mundo del otro lado, donde estabas tú, se aleja sin pausas. Mi verdad fue allá, a través del cristal, cuando nuestros cuerpos no se tocaron, donde el amor pasó inadvertido. Y me frustré. Pudiste haberme salvado, pero el muro era demasiado alto.
- ¿Estás aún ahí? – mi voz me disuelve en sí misma. Estoy hablando sola, azotando mi cabeza, tirando mi piel, sangrando.

Madre; te busco. Dame un beso.

Padre; te amo. Quiero estar pegada a ti, sintiendo el fragmento de tu perdida voz.

Madre: agonizo, día a día.

Retrocedo, lavo mi cara, dejo caer la espuma. En mis labios se dibuja la sonrisa y la primera palabra.
- Es la fantasía que me sobrepasa – murmuro - contemplándome, y desciendo, toco la balaustrada de madera. Ellos me esperan. Siento sus miradas, sus lejanas voces, y yo, los beso. Les digo que todo está bien, igual que siempre, no ha pasado nada.
Mientras llevo el trozo de pan a mi boca, fluye la angustia, el gesto atrapado en la garganta. Quisiera huir de ellos, de su sangre, de sus caras emergidas desde mi gruta, y sus manos tocan mi pelo, sus labios mis mejillas.
- Tú eres nuestra Santa Madre.

- Tú eres mi bendita mujer.
No saben que no quiero ser tocada. Tengo mi celda donde me desgarro las ropas, camino desnuda sintiendo mis pechos caídos, mis pies helados. Allí, poseo al hombre que amé, a mí misma, mis relucientes labios humedecidos. Ahí, los fantasmas desde mi letargo me contemplan, y tú, abandonada me culpas, me recuerdas al santo, las baldosas, nuestros secretos.
Quisiera arrodillarme frente a un árbol seco, un cristo emergido desde el fondo, ungir con su seca savia mi frente, y ser Magdalena.
La postura no cambia, el agua baja lenta por mi tráquea, reímos alegremente, miro el jardín y digo: - Es tiempo de podar las rosas.



XIII


¡ Oh Rosa, estás enferma !
El invisible gusano
Que vuela en la noche,
En la furiosa tormenta,

Ha descubierto tu lecho
De alegría carmesí;
Y su amor, oscuro y secreto,
Destruye tu vida.


William Blake




Hay una casa erigida en el tardío silencio del fin; contiene un espejo, un baño, horas marcadas por el reloj que no ha cesado en su lenta agonía de metal.
Frente al espejo hay un hombre que come solo y una mujer que come sola. Dicen que hace mucho viven juntos.
El hombre apenas roza con su codo la piel de ella, que renuncia de un lado para otro, el trozo de pan que antes lucía sobre el plato.
Cada uno suspende su mano con gracilidad, mirando de reojo la sal, que no estando cercana, aparece y desaparece entre los dedos gastados, temblorosos.
El hombre y la mujer, sólo de vez en cuando, se miran, siempre a través del cristal, y la sal que estaba a su diestra se eleva por el aire, entre el agua y la mantequilla, la flor que hace un rato él le obsequió.
En el ritual de todos los días, él le oprime el botón de la blusa. Ella mira la puerta como si algo inusual fuera suceder.


Desde hace mucho yo los contemplo, sin mirarme las arrugas y las canas. Levemente toco su mano con cierta repulsión y le digo por costumbre, sin olvidarme de poner la flor donde siempre, que hoy es domingo y vendrán nuestros nietos a cenar.